La Memoria de lo Imaginado
Epifanía en Grís.
A veces la belleza se manifiesta de forma inesperada: no hay búsqueda, expectativas, planificaciones o anhelos. Simplemente se da y la sorpresa que genera en su inesperado aparecer es mayúscula, sobrecogedora. Es el caso de la nueva serie de fotografías de Fernando Alda titulada La memoria de lo imaginado que nace de un hallazgo fortuito y del deslumbramiento que éste produjo. Al entrar en un bloque de oficinas para realizar un reportaje técnico, el fotógrafo encontró unas paredes en bruto, preparadas para ser enlucidas y repletas de huellas dejadas por las cuadrillas de albañiles y electricistas. Para los ojos del fotógrafo ese espacio intervenido con gestos que respondían únicamente a finalidades prácticas, manifestó al instante su enorme valor estético, asemejándose poderosamente a lo que María Zambrano definió un claro del bosque “ese lugar intacto que parece haberse abierto en ese solo instante y que nunca más se dará así. No hay que buscarlo. No hay que buscar. Es la lección inmediata de los claros del bosque (...) mas si nada se busca, la ofrenda será imprevisible, ilimitada”. Y, efectivamente, el espacio tosco de un piso anónimo, a medio construir, perdido entre decenas de pisos similares, adquirió de repente, a ojos del fotógrafo, el estatus de claro, lugar de belleza o, mejor dicho, lugar donde la belleza se manifiesta. En este sentido, el descubrimiento de la belleza fue más bien una epifanía.
En toda relación estética la mirada del espectador ejerce un papel fundamental: es ella quien otorga o niega valor estético al objeto contemplado. En este caso concreto, el hallazgo fortuito de esa acumulación de signos, trazos, líneas, repellos, cuentas y borraduras extendidos sin la menor intencionalidad artística por parte de unos obreros, reveló de inmediato su poder sugestivo y su intrínseca valía y fue razón suficiente para que el fotógrafo se emocionara y decidiera medirse con ellos (incluso poéticamente). Este catálogo, de hecho, recoge no sólo una selección de fotografías sino también algunos poemas que atestiguan el profundo impacto emotivo que supuso el descubrimiento y que generó la investigación posterior:
Como un golpe duro/un intruso en el corazón/el único testigo./Y en la humedad del aire/un olor roto/antiguo/la sensación en la piel mojada./Un viaje donde el azar me lleva,/silencio frío,/quebrado,/el encuentro con un pasado escondido,/un lugar donde duerme el ruido.
La casualidad del encuentro, la fulguración y el involuntario valor estético de los signos dejados en las paredes son pues los parámetros que sustentan el proyecto fotográfico que de ello surge. Fernando Alda recuerda como, al contemplar esa galaxia de trazos blancos sobre fondo gris su memoria se activó de inmediato empezando a reconocer múltiples similitudes entre esos signos y otros plasmados, esta vez sí de forma intencionada, por varios artistas.
Es el regreso a una atmósfera inventada,/a las raíces de mi voz,/de mis manos,/de mis recuerdos/y posterior olvido.
De hecho, la fascinación por expresiones artísticas naïves, inconscientes y no mediatizadas por la cultura ha sido un gran referente de las vanguardias artísticas del siglo XX y ha inspirado múltiples corrientes abstractas (informalismo, expresionismo abstracto, abstracción lírica, Action Painting, Art brut) que sucumbieron al enorme potencial expresivo de signos, brochazos, manchas y garabatos. La gracia, la calidad en el trazo, la frescura, el lirismo y la sorprendente autoridad del gesto tan típica, por ejemplo, de las obras de los niños, han sido fuente de inspiración y emulación por parte de un sinfín de artistas. Esta exposición es pues el testimonio del gran impacto (emotivo y creativo a la vez) que esos signos causaron en el fotógrafo, quien sucumbió instantáneamente a su seducción:
Líneas blancas se agolpan,/caprichosas/trazos vacilantes/como veladuras transparentes/asistiendo a un baile labrado/en la textura gris/rugosa/helada/del hormigón/que sangra en hilos suspendidos (...)
Las fotos que aquí se presentan son solo una mínima parte de todas las que se tomaron desde el mismo instante en el que la mirada atónita empezó a rastrear casi febrilmente las paredes. El ojo que mira a través de un objetivo va acotando zonas de realidad con intención estética. Ve, mira, analiza, escoge, compone, dispara. Algunas de las fotografías atestiguan precisamente este proceso de exploración y estudio del enjambre de signos y de su paulatina y atenta selección. En general, la mirada del fotógrafo se encarga de aislar trazos que, por su calidad gestual y su composición, podrían pasar por auténticas (y, desde luego, extraordinarias) obras pictóricas. La calidad de las fotografía además revela también texturas y veladuras del fondo que parecen ejecutadas por manos expertas.
Veladuras,/rayas/trazos como heridas azules/y algo rojo/el despertar de un sueño (...).
De esta manera los brochazos anónimos, el relleno de grietas y hendiduras, los apuntes a lápiz, los chorreones y las salpicaduras adecuadamente seleccionados adquieren una insospechada valía, otro estatus y, al mismo tiempo, el fotógrafo deja de ser simple testigo para entregarse a un juego de manipulación del objeto fotografiado. Su intervención, de hecho, no sólo otorga dignidad artística a gestos que no pretendían tenerla sino que usa estos materiales para crear textos nuevos que se mueven en el terreno híbrido en el que confluyen fotografía y pintura. El resultado de esta manipulación son unas fotos que, entroncando con la larga tradición del Pictorialismo fotográfico, bien podrían ser lienzos y se sitúan con claridad en la senda del arte informal señalada antes; son expresiones plásticas que privilegian la emoción generada por gestos radicalmente antimiméticos y antiacademicistas, que dignifican lenguajes menores y balbuceantes (garabatos, salpicaduras, manchas), plasmados con materiales que dan texturas toscas y rudas y remiten a sensaciones y experiencias primarias: mirar, tocar, oler.
En algunas piezas no recogidas en esta exposición, la manipulación del autor resultaba especialmente evidente ya que había intervenido repartiendo geométricamente el espacio, superponiendo veladuras, acotando zonas de forma manifiestamente artificiosa. Todo naturalismo era así anulado: del entusiasmo primigenio derivaba el cálculo ordenado, la planificación del trabajo, el proyecto y las fotografías se proponían realmente por lo que querían ser y son: obras de arte.
En las prácticas artísticas de hecho son recurrentes los mecanismos de apropiación y reciclaje de textos ajenos en forma de citas marcadas o no marcadas, relecturas, collages o pastiches. Actitudes, todas ellas, que revelan la presencia de un yo sumamente consciente, culto y movido por una manifiesta intencionalidad lúdica. Sin embargo, en la selección última que aquí se presenta, la intervención del fotógrafo se hace más sutil. Por decisión propia, cede todo protagonismo al objeto fotografiado, limitándose a seleccionar y componer, renunciando a toda manipulación que al final descarta por innecesaria. De resultas, los signos fotografiados se presentan al espectador simplemente por lo que son: realidades estéticamente autosuficientes y de enorme elocuencia.
El conjunto de las fotografías seleccionadas se puede organizar pues en dos grupos. Por un lado, aquellas que se concentran en aislar, estudiar y enfatizar pequeños racimos de trazos rescatados deliberadamente del enjambre circunstante. De esta selección emergen cruces, caligrafías y estructuras más complejas que se imponen por su espectacular autoridad expresiva y recuerdan de forma inequívoca gestos de conocidos pintores. Por otro lado, aquellas fotografías que se alejan de la pared, del contacto directo con los signos y buscan contextualizarlos. A veces, el contexto es dado por la inclusión del fragmento de un quicio metálico pintado de amarillo, otras veces el ángulo se abre e incluye un cruce de paredes, una esquina donde reposa un tablero, dos pilares, una viga, una fuente. En estos casos vuelve a emerger la mirada del fotógrafo puro, esa mirada tan reconocible para quien conozca el trabajo de Fernando quien siempre ha manifestado una especial sensibilidad para dotar sus tomas de un hondo y sobrio lirismo. Desde esta perspectiva, los trazos blancos aumentan, si cabe, su magnetismo. Interactuando con el espacio circunstante lo acaban por dotar de una enorme carga sugestiva. La luz tamizada ilumina estancias que desprenden una atmósfera casi sacra, son lugares de recogimiento y concentración: aula, basílica, cueva. En estos espacios silenciosos, intactos y solemnes en su desnudez todo es esencial: el hormigón, los trazos, el polvo, la soledad. Son cenizas silenciosas (…), es (..) el hormigón que calla pero huelga decir que es un mutismo aparente. Los trazos blancos sobre fondo gris por su sola presencia despliegan un gran potencial semántico: aluden, representan, sugieren y el espectador participa en este diálogo aunque solo percibiendo la emoción del signo, intuyendo su calado. Estas fotografías invitan pues al recogimiento y a la contemplación silenciosa: seguir las líneas blancas en su discurrir,entrelazarse y conformarse en texto; detenerse en la parda rugosidad del hormigón, descubrir apuntes borrosos que asoman tras manchas y chorreones, sorprenderse por la inesperada presencia de un añil que rompe la espléndida gama cromática de grises y blancos. Son gestos inocentes y valiosos, sustraídos a su vida efímera por el azahar y la atenta mirada de un fotógrafo.
Attilio Manzi